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Cuando quise desaparecer

  • Silvia Reyes
  • 11 sept 2018
  • 9 Min. de lectura

"La existencia no es siempre evidente; al contrario, a menudo es una fatiga, una contradicción. Toda descarga es oportuna porque nos da tregua por un instante".

[David Le Breton. Desaparecer de sí]

En el marco del Día Mundial para la Prevención del Suicidio quiero hablarles desde una voz distinta a la profesional, desde un lado más personal y de una etapa terriblemente gris en mi vida en la que rocé por un instante el deseo de esfumarme para siempre y que hoy, por momentos, me parece tan lejana como si incluso le hubiera sucedido a otra persona.

Quiero comenzar desde el principio, desde un principio distinto al supuesto principio, en el cual hilo toda esta maraña que me ocurrió cuando iba en la universidad a los 19 años.

Vamos más atrás. Tenía 15 años e iba en 3° de secundaria. Era una etapa inmensamente feliz de mi vida, no porque no tuviera dificultades o decepciones amorosas como cualquier adolescente, sino porque me sentía invencible. IN-VEN-CI-BLE. Esa sensación habitaba dentro de mí y le creí.

Mi yo invencible era una Silvia entusiasta con una energía corporal que ahora envidio, unas ganas locas de cantar en el recreo y la bandera de que podía lograr todo lo que se propusiera porque una vibra inagotable emanaba de su manantial interior. Todo era superlativo: las risas, el amor, el estudio, el esfuerzo, dar lo mejor de mí. Esa era la Silvia que dibujaba todo el tiempo, escribía sin complejos ni borrones y la que se decía a sí misma c'est la vie’ cuando su crush se enamoraba de otra. Así, sin apegos, sin broncas ni rencores, ¡el que sigue! Buda hubiera estado orgulloso de mí.

En la prepa todavía me acompañó un poco de esa energía alivianada, decidí concentrarme en formar mi identidad de estudiante modelo que le huía a cualquier insinuación de fracaso... el cual llegó cuando no entré a la universidad de mi elección en el primer intento. Di por hecho que no tenía por qué esforzarme tanto, las cosas sucederían en automático y tendría el lugar que me correspondía en la cadena alimenticia. Era el orden natural de las cosas. De eso se trataba todo el business, ¿no? Identificar tu lugar en la fila, subir escalón por escalón sin preguntar, sin detenerte tantito a pensar, a sentir, a no estar de acuerdo, a sentirte apachurrada o presionada por lo que te habían enseñado que era deseable que fueras.

Ese año y medio sin escuela tuve mis primeros empleos y estuve un rato en casa hasta que al tercer intento entré a la universidad y a la carrera que quería y… no era feliz. La gran promesa universitaria no me daba felicidad. ¿Qué es esto, qué pasa? Era bonita y no era feliz. Decían que las chicas delgadas tenían una preocupación menos y yo no era feliz. Era lista y no era feliz. Tenía un novio loco de amor y no era suficiente. No era feliz, me sentí miserable la mitad de mi estancia en la universidad. En las calles y en los medios sólo había violencia, cada vez más y más casos de desaparecidos, cada vez más advertencias del "cuídate, que todo está horrible allá afuera". En casa las cosas iban de mal en peor. Peleas y gritos todo el tiempo. Sentimientos de frustración, falta de comunicación y problemas sin resolver de mi infancia que volvían a posteriori para hacerme la vida imposible (“pero si ya tengo 19 años, ¡déjenme en paz!”). Me sentía cada vez más desencajada, cada vez más ajena, cada vez más sin lugar en casa, en mí, en los otros, como si de pronto el sol se hubiera averiado y me encontrara a ciegas sembrando tulipanes en cemento.

Mi hermano - el entonces ganador del premio al "más conflictivo de todos nosotros”- se comenzó a transformar en una persona que me costaba trabajo reconocer, llena de furia, vomitando sus demonios cada madrugada y espantando los sueños de todo el vecindario. Y así, sin darme cuenta, comencé también mi propio proceso de transformación y decidí mandar de vacaciones con un boleto de ida a la Silvia entusiasta, ella no tenía por qué embarrarse con tanta mierda y ver derrumbadas todas las cosas lindas que le había costado tanto reunir para cuidarse. Así que para protegerla, la Encabronada tomó su lugar e hizo el “trabajo sucio”. Su escudo ya tenía una silla propia en la mesa y el filo de la espada al poco tiempo comenzó a perderse de tanto uso. Ya sólo se escuchaba el “ni le hables que viene de malas”, “no le hagas caso que ya sabes cómo se pone”. Pero vamos, que trabajando 12/7 y con prestaciones del nabo a cualquiera le da burnout, ¿no? Así que, con una vacante disponible, ¿quién creen que echó el currículum?

Una Silvia primitiva llena de cicatrices, cansada y melancólica que no creí que pudiera tomar esa fuerza dentro de mí pero que necesitaba gritar con rabia desde el centro de su propio universo. Esa nueva yo le agregó un nuevo aditamento al kit protector: una pesada armadura finamente entretejida de metal, reclamos y sensación de injusticia que fue encarnándose tanto a mi piel que a veces olvidaba por completo que la seguía trayendo puesta. Dormía, comía e intentaba reír como si nada con 20 kilos encima.

Un entrenamiento que exigía la rigurosa disciplina de mantener la boca cerrada, de burlar al preguntón, del hacer como si nada y decir un tranquilísimo “es que tengo hueva”. Porque ante la Santa Hueva, nada. Todos se conectan en seguida. Con la melancolía ajena cuesta mucho más, porque corres el riesgo de que te hable de cerca.

El malestar caminaba firme con cada temporada; tenía huaraches monos para el verano, abrigos para el invierno y un endeble paragüas del Wal-Mart para las lluvias. Y siempre se repetía una canción muy similar: “pinches materias gachas, pinche grupo chafa, pinche familia, pinche yo, pinche vida”.

No sé cuándo ni cómo de pronto se coló por primera vez el pensamiento: “esta vida apesta”. Sólo para darle lugar a un sinfín de combinaciones a las siguientes afirmaciones: “preferiría estar muerta”, “quiero desaparecer”, “desearía borrar mi existencia para siempre”. Hasta entonces no sabía lo fácil que era "perder" el sentido de tu vida, cuestionarla y no encontrar respuestas al "¿qué es esto?, ¿quién soy yo?, ¿qué estoy haciendo?" . Pensaba que todo eso se generaba automáticamente con un click.

Recuerdo que las primeras veces que me dije eso lo hice con la escucha curiosa de una estudiante de psicología, algo así como: “vaya, eso es nuevo, qué raro estuvo”. No le presté más atención ni cuando sentía dolor en el pecho, punzada en la panza y plomo en las piernas.

De camino a la escuela cruzaba siempre un puente peatonal sobre las vías del ferrocarril y el entonces (casi) recién inaugurado Tren Suburbano de Tlalnepantla. En una tormenta sin paraguas lo último que me importaba era mojar la chamarra de piel que tanto le había rogado a mi papá que me comprara, bajé la mirada y en automático se generó el pensamiento: “si me aviento, ¿cuánto tiempo tardaría en morir?, ¿bastaría con eso o tendría que sincronizarme con la llegada de un tren?, ¿cómo quedaría mi cuerpo? No, no podría dejarles esa última imagen a mi familia, a mi novio, a mis amigos.. pero, ¿qué pasaría?”. Lo pensé una vez. Dos veces. Tres. Cuatro. Cin…cuenta veces ese semestre y no le dije nada a nadie.

Bueno sí, sólo a uno. Sólo con mi novio podía llorar. Creo que no había vez que no me llevara a mi casa que no terminara llorando con los mocos embarrados en su playera, él se sacaba tanto de onda y tampoco sabía cómo ayudarme porque no sabía qué tenía, porque no podía decirle que quería morirme por más que lo quisiera mucho, que cada que pasaba por ese puente lo que me detenía de aventarme era que no sentía fuerzas para sostenerme del barandal y agarrar vuelo hacia los rieles. Y no me malentiendan, no es que no tuviera ratos alegres no que tuviera deseos de viajar, seguía contando chistes en la escuela, seguía haciendo ejercicio de vez en cuando. Sólo no le contaba a nadie todo esto que me pasaba. Sentía que esto era algo mío y solamente mío. Pero no puedo evitar preguntarme a veces: ¿neta que nadie se dio cuenta?

Escribo esto ahorita con unas lágrimas que me escurren mientras escucho “When things explode” de Unkle, rola que marcó mi época más caótica y desesperanzada. La memoria corporal ahí está, recordándome aunque no quiera que esto no le pasó a otra persona. Me pasó a mí. Y no tengo cicatrices en la piel, salvo la que se me hace cuando el frío cruza mi pecho con la velocidad de un tren cuando me recuerdo ahí caminando hacia la escuela.

La crisis final sucedió en 3 tiempos:

Iba ya para 2 años de un ir y venir en el llorar, maldecir y no salir de mi laberinto que cuando le detectaron cáncer terminal de columna a Jimmy, mi querido amigo de la prepa, no supe qué hacer, no supe cómo responder… pero mi cuerpo sí. Se me inflamó tanto el intestino que me torcí de dolor más de una vez. Sentía frustración, una sensación horrible de injusticia y lo único que me ayudó a caminar mis miedos fueron el “Crack the skye” de Mastodon y el “Ocean Machine” de Devin Townsend. La ansiedad sin disfraces me saludó. El enojo volvió. Mi mente era un bucle de ideas desordenadas sin freno. Pero en movimiento otra vez.

Mi clase de psicosomática revolucionó mi mirada interior, me obligó a darme un chapuzón en mis aguas heladas y en las heridas que pretendía fueran invisibles para los demás. Y así, una noche, nuestro Jimmy murió. Él se llevó de un plumazo mis reproches, porque si por mucho tiempo me había convencido a mí misma de que yo sí tenía motivos para llorar, de pronto me pareció surreal que ese mismo tiempo que viví lamentándome dejé de verlo no sólo a él, sino también dejé de reír con mis amigos, dejé de celebrar mis cumpleaños, dejé de mirar un futuro en el que pudiera hallarme un hueco en paz.

Recuerdo que en ese momento le conté a mi papá, a quien llevaba meses de no hablarle, y lo que me dijo fue: “todo tiene remedio, menos la muerte, ahí ni aunque uno quiera hacer las cosas diferente”, mi mamá -corazón de pollo- lloró un poquito porque siempre las muertes, y más las muertes jóvenes la hacen sentir triste. Y yo, me desapendejé. Ni más. No podía permitirme a mí misma quedarme ahí sabiendo que Jimmy hubiera querido terminar la universidad, tener una pareja, comer una hamburguesa o correr a toda velocidad y que yo que lo tenía lo daba por sentado, como si fuera mi derecho y estuviera chido simplemente decir "no lo quiero". Algo no se sentía bien pensando de esa manera.

Me desapendejé no porque mis sufrimientos no fueran reales, al contrario, me dolieron todas y cada una de las aguas pantanosas en las que me bañaba todos los días sin darme cuenta de que cada vez salía con una peligrosa enredadera anudada a la garganta. Me desapendejé al darme cuenta del error de creer que en mi mundo no cabía más que una Silvia a la vez: la que reprochaba, la que se encabronaba, la que maldecía la vida, la Instalada en las vías del tren… y, pensando que protegía a la Entusiasta al librarla del caos, ahora pienso que a lo mejor ella junto con la Creativa, la Optimista y la Resiliente podrían haberle dado otro giro a la historia.

Soy uno de los miles de ejemplos de que la ideación suicida puede quedarse en algo temporal y no volver si haces un esfuerzo diario por darle sentido a tu vida. No pienses que por ser terapeuta no he sentido el dolor intenso de cerca o esa sensación de –nadie me entiende-, porque incluso mi primera terapeuta me dijo algo así como "sólo fue una fase, no es como si estuvieras deprimida o algo más grave". Y yo para mis adentros: "no, sólo durante la mitad de la carrera no quería vivir, una cosa de nada pues". Justo conocer el dolor desde adentro me permite afirmar en la consulta mi compromiso con sanarlo a través del conocimiento y un mundo posible de significados.

Finalmente, en sesión una actividad que me gusta hacer con mis consultantes es pedirles que se escriban a sí mismos unas palabras desde la voz actual a su yo anterior con la que tienen bronca. Y hoy mi treintañera le escribe a la de 19: Sé que piensas que todo está mal, que no hay salida y que no podrás volver a experimentar confianza en ti, alegría o felicidad. Quiero que sepas que todo pasa y esto que sentipiensas, también pasará. Permítete llorar no sólo encerrada en el baño o en la playera moqueada de tu novio, busca a tus amigos, ellos te quieren y respetarán su sentimientos, sólo necesitas abrirles un poquito más tu corazón. Confía. No te guardes tanto las cosas en casa, después querrás bajar la guardia y te costará el triple de trabajo. Esa canción deprimente está muy bien pero de tanto oírla te aviso que rayarás el disco, recuerda que a ti también te gustan otras cosas y te aseguro que volverás a bailar de felicidad como antes. Volverás a escuchar esas rolas deprimentes sin ahogarte. Todo pasa.

Respira. Todo pasa. Respira. Escribe. Dibuja. Lee. Haz ejercicio. Come mejor. Todo eso hará una gran diferencia aunque ahora no seas capaz de verlo. Todo pasa. Volverás a experimentar esta sensación de vacuidad, de estar parada sola en la nada, volverás a estar enojada y a pensar que la vida es injusta, pero durará menos. Aprenderás cosas que no permitirán quedarte ahí, te lo prometo. Ten confianza en mí, acá yo estaré haciendo cosas para procurar todos los días tu bienestar. Porque aprender a cuidarme lo aprendí de todas mis yoes, pero sobre todo de ti. Por eso te honro sin reclamos ni reproches. Nos toca volver a esforzarnos y sonreír.

Nota: Todas las ilustraciones son de Kathrin Honesta

 
 
 

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